FRANCISCO IGARTUA, OIGA Y UNA PASION
QUIJOTESCA
Introducción
Como señalan quienes lo conocieron —y
varios de esos testimonios los hallará el lector en este volumen— Francisco
Igartua fue un espíritu que sorprendió a amigos y enemigos por la lucidez —a
veces cercana a la premonición— de su visión política, por su impecable
conducta moral —que en él tuvo como consecuencia manifiesta el compromiso
cívico— y por su pasión por el arte del periodismo. Nada de lo anterior impidió
que fuera también un hombre elegante, un gourmet y, cosa rara hoy en el
periodismo, un apasionado lector. Un hombre que amaba el buen vivir y la buena
amistad y, por qué no, una buena pelea en nombre de sus ideales, de su
compromiso con sus lectores. Fue asimismo un cálido conversador que de manera
natural llevaba a que uno rápidamente pasara de llamarlo Francisco al más
familiar uso de Paco.
Igartua, Oiga y una pasión
quijotesca
En las páginas que siguen el lector
tendrá oportunidad de acceder directamente a una muestra —fatalmente parcial,
como toda selección— de la obra de Paco Igartua y al recuerdo que de él tienen
algunos de sus colaboradores y amigos. Los ensayos de Igartua sobre el
periodismo, entendido “como arte y como oficio” (al decir de su maestro
Federico More), jamás como profesión burocrática o comercio vil, son
manifiestos de validez permanente, material de enseñanza imprescindible en
cualquier moderna facultad de comunicaciones. De su posición política y su
lectura de la historia nacional dan cuenta los escritos reunidos en la sección
siguiente, que muestran a un caballero de la vieja escuela, un seguidor del
demócrata Bustamante y un defensor de las reivindicaciones de los más débiles.
Lo extraño, lo asombroso, es que, como verá el lector, Igartua acierta, se
equivoca, se corrige y asume las consecuencias, pero una y otra vez —al retorno
de la cárcel, de los destierros, de las clausuras de OIGA— vuelve siempre con
la nítida voluntad de construir una nación y de eludir, como a Escila y
Caribdis, los extremismos preconizados por sus enemigos, aquellos que
falsamente lo acusaron de comunista y de fascista. Igartua, cosa excepcional en
la política, jamás se resignó al uso de la demagogia.
Para este periodista cuya prosa era
una invitación a un diálogo, si bien apasionado, inteligente, la conversación
era una práctica natural y centrada; aquí presentamos tres entrevistas
elocuentes. Sus interlocutores más próximos lo retratan en vida o lo recuerdan
luego de su muerte en otra sección, y siendo OIGA la obra mayor de Paco Igartua
hemos recogido opiniones, testimonios y textos varios —como la dramática carta,
lo último que escribió, que le dirige Arguedas justo antes del fin— vinculados
a esta revista que ya hace mucho pertenece a la historia del periodismo
peruano.
Cuatro anexos ofrecemos como
complemento acaso necesario y por cierto pertinente: el ensayo sobre la
naturaleza del quehacer periodístico de Federico More, mentor de Paco; el
rescate de los números de la primera etapa de OIGA (1948), por primera vez
publicados en versión facsimilar; una muestra de las columnas publicadas por
Igartua luego de que OIGA le fuera arrebatada inicuamente; y el célebre informe
sobre el Plan Verde, joya del periodismo de investigación, que haría de
Francisco Igartua uno de los enemigos más peligrosos y temidos del régimen de
entonces.
Francisco Igartua, el periodista
Discípulo dilecto de Federico More,
Paco se formó como periodista en la doble convicción de que este oficio es un
género literario y su ejercicio supone una posición privilegiada del ciudadano
que ama y protege su “polis”. Porque la política, desde Aristóteles y aun
antes, no es más que la dimensión social de la persona ética. Esta visión del
periodismo exige una libertad irrestricta. Por eso Paco abomina de la
colegiatura, por eso se separa del proceso velasquista, por eso fue ejemplo
viviente —demasiado incómodo para algunos— de que para publicar un diario o una
revista se precisa un coraje viril.
No menos importante es su interés
profesional en la elaboración del producto a ofrecer. Paco nos habla en sus
textos de formatos, tamaños, uso de fotografías, principios de diseño gráfico,
tipografía y otros elementos vitales para la producción de un medio escrito.
Este cuidado profesional nunca rebajó la labor de Paco a la de un mercader de
entretenimiento o un artífice de complacencias. Y no lo amedrentó el
surgimiento de la tecnología digital. Previó, con justicia, que la rapidez y la
variedad de la información devolvería al lector al espacio mental propicio para
las revistas semanales, su manera pausada de ponderar la noticia y los
artículos de profundidad, escritos con pretensiones literarias, es decir, un
periodismo destinado a la biblioteca y no al desecho inmediato. Hoy, en pleno
imperio de la informática, vemos el cumplimiento de esta previsión, por
ejemplo, en el éxito de las crónicas y perfiles de Jon Lee Anderson en The New
Yorker.
Dirigir un semanario es fungir de
capitán de un navío cuya tripulación, aunque consciente de los riesgos del
viaje, debe ser protegida. Paco, en ese sentido, fue un ejemplo de
responsabilidad empresarial; ante la inminencia del destierro o del cierre
forzado, este hombre que se jactaba de ser mal administrador jamás abandonó a
sus empleados y veló por que fuesen tratados con justicia y recibieran las
compensaciones que les correspondían. En retribución, sus trabajadores le
profesaron una lealtad que llegó a hacer de OIGA una cofradía del periodismo.
Un día de 1995, luego de pagarles la indemnización debida, el periodista
empresario se encontraba en su oficina y se preguntaba con angustia cómo podría
subvencionar las liquidaciones en caso de que lo acusen de despedir a sus
trabajadores. De pronto lo sacó de sus cavilaciones un golpe en la puerta y
apareció un empleado con su carta de renuncia. Luego llegó otro y otro y otro.
Setenta empleados entregaron por iniciativa propia setenta renuncias.
Francisco Igartua, el Quijote de
Unamuno
Paco, que fue peruanísimo, fue
también un buen vasco y un hijo de España. Figuras simbólicas como la de Don
Quijote y la del Cid Ruy Díaz de Vivar rondarán su destino. Estudiante de
teología y luego de derecho en la Universidad Católica, rápidamente Paco se une
a jóvenes intelectuales como Blanca Varela y Fernando de Szyszlo con quienes
comparte inquietudes, pero no será hasta su ingreso al semanario Jornada cuando
le será revelada su vocación. El trabajo con Federico More será decisivo en su
formación como periodista y en la voluntad de tener voz en la política
nacional.
Más tarde, con Doris Gibson, fundará
OIGA, conocerá la cárcel y reincidirá con la fundación de Caretas para
finalmente volver a lanzar OIGA en 1962 y que a través de dictaduras y
regímenes más o menos democráticos sobrevivirá a cierres tiránicos hasta 1995,
año de su cierre definitivo por la dictadura fujimorista. Nada, sin embargo,
hará callar al ya viejo columnista y, recibido con hospitalidad por Correo y
Expreso, seguirá haciéndose escuchar en su columna “Canta Claro”, durante una
etapa final de su vida que Carlos Sotomayor ha llamado con acierto “Oiga
después de Oiga”.
Muchos se han preguntado a qué tienda
política pertenecía Paco Igartua. Antes que nada se consideró un discípulo de
don José Luis Bustamante y Rivero, pero cuando las circunstancias
internacionales llevaron a que el mundo tomara partido por una u otra potencia
durante la Guerra Fría esa definición parecía insuficiente. Con humor pero
también con firme claridad, él mismo recordaba una anécdota familiar: sus primos
y él debatían una vez cuál era la posición más justa, la derecha o la
izquierda; consultado sobre el tema de la disputa, el tío más viejo y respetado
del clan respondió, como Jesús, con una parábola: “Con la mano derecha trabajo,
pero trabajo mejor con las dos manos”. Paco apoyó al general Velasco en la
nacionalización del petróleo, lo cual era parte de la agenda generacional
compartida, entonces, por todas las tendencias, y cabe recordar que incluso
Acción Popular le retiró su apoyo al presidente Belaunde por su mal manejo del
tema. Paco combatió al general Velasco cuando este confiscó la prensa. ¿Era el
director de OIGA un izquierdista que se volvió de derecha cuando su propia
gente estaba en el poder? Absurdo. Simplemente —incomprensiblemente, para muchos—
era un hombre honesto. Y no le faltaron riñones para oponerse a los delirios de
sus propios amigos cuando fue necesario.
Paco repudió el dogmatismo infantil y
asesino de la extrema izquierda. (Cabe sospechar que esa opción no sólo le
resultó repugnante a su ideología demócrata, a su fe en las instituciones y a
su respeto por la vida humana, sino también a su buen gusto.) Paco repudió las
mezquinas ambiciones de la oligarquía civilista y sus herederos. (Ya don José
de la Riva Agüero había deplorado que en el Perú no hubiese derecha, sólo había
fenicios.) Paco repudió, naturalmente, la mediocre voluntad acomodaticia de los
que, como en la canción de Los Prisioneros, nunca quedan mal con nadie.
Advirtió la necesidad urgente de
hacer en democracia las transformaciones sociales que el general Velasco
realizó en su gobierno de facto. Advirtió a los ingenuos voluntarios —¡qué
pesado este Igartua, ave de mal agüero!— el desastre al que había de llevarnos
la demagogia aprista que triunfó en 1985. Advirtió el miserable despotismo
—nada ilustrado— que impusieron los violadores de la Constitución un negro 5 de
abril. Sería un facilismo pesimista comparar aquí a Paco Igartua con Casandra,
la princesa troyana condenada a ver las catástrofes del futuro y a no ser oída
por quienes serían sus víctimas. Por el contrario, consideramos que la palabra
apasionada y elegante de Paco no fue voz que predica en el desierto. En la vida
social como en la privada —y esto lo entendió cabalmente el psicoanálisis—
verbalizar algo es en sí mismo un acto valioso por sí mismo, necesario,
testimonio y luz para la historia del presente y la posible nación del futuro.
Pensador de horizontes amplios, se
interesó en la historia latinoamericana y entendió, como Octavio Paz en El
laberinto de la soledad, que Perú y Bolivia eran por naturaleza y tradición una
unidad nacional, escindida por el resentimiento de Bolívar, y que la derrota de
la Confederación fue un claro triunfo para Chile. De acuerdo con esta lectura,
Ramón Castilla le hizo un flaco favor a la nación cuando, ayudado por el
gobierno chileno, destruyó el sueño de unir los Andes y la Costa. El
intelectual aséptico no existe, de allí que las preferencias literarias de Paco
lo hayan llevado al extremo (por una vez) de agarrarse a puñetazos con Sebastián
Salazar Bondy, luego uno de sus más entrañables amigos y colaboradores. La ya
mencionada carta de despedida de José María Arguedas es otra prueba de esa
fraternidad con el mundo de los artistas, así como su amistad con Fernando de
Szyszlo, con Alfredo Bryce Echenique, con Blanca Varela… Los ejemplos de este
tipo podrían continuar sin fin.
Hemos dicho que Paco se hizo conocer
como un buen vasco y un buen lector. Acaso por ambas vocaciones don Miguel de
Unamuno se convirtió en su ideal literario, ético y filosófico —¿cuántos
periodistas tienen hoy un ideal filosófico, ya sea en el Perú o en el
extranjero?—, tal como Bustamante y Rivero lo fue en lo político. Buenas
muestras de esto son los sendos ensayos dedicados a ambos personajes que
recogemos en este libro.
Como a Cervantes, a Paco le tocó la
amargura de ser testigo de una falsa versión de su obra: así como, luego de la
primera parte publicada en 1605, apareció el Quijote apócrifo de Avellaneda,
los enemigos de Paco lanzaron un OIGA igualmente apócrifo que desató la
indignación de su creador y como testimonio de ello publicó la carta que aquí
reeditamos. A Paco le gustaba recordar la idea de Unamuno de que los procesos
son círculos que en algún momento deben cerrarse de modo definitivo. Para tranquilidad
de Paco y de quienes construyeron y mantuvieron viva su revista, hoy podemos
asegurar que, en su memoria y como propietarios legítimos del logotipo,
cerramos aquí otro circulo más en la azarosa historia de oiga y de su fundador.
Como en el Caballero de la Triste
Figura, podríamos ver en la voluntad de Paco por defender la sensatez y la
honestidad en la política un fracaso honroso, una inútil lucha contra molinos
de viento. Es cierto que la suya fue una pasión quijotesca. Pero sería injusto
proponer su imagen como la de un romántico perdido en un mundo que no
comprendió. Paco fue, a su manera, un campeador, un hombre de acción y
reflexión que participó directamente, por más de medio siglo, en la historia
nacional, para desesperación de tiranos y demagogos, y allí reconocemos la
figura triunfante del Cid. Y como la imagen del Cid a través de la historia
hispana, las páginas que este volumen ofrece son una presencia viva y
significante, pensamiento actual, una interpelación cuando no un cordial aviso,
memoria de otras voces y voz de la memoria, y esperamos que así las reciban los
lectores.